Blanca me dice que hay señales en los días de tu vida que te indican que es momento de dejar la docencia, y que uno las ve siempre. Lo que se hace después con esa revelación es una decisión personal: te hacés cargo o empezás a robar, a ver una tarea revolucionaria como una carga, un laburo de oficina. Mentalmente te pusiste un quiosco y a partir de ahí peleás sólo por las monedas. Me dejó pensando. Ella da clases en un colegio privado. Yo soy empleado estatal. El otro día hablábamos de nuestro laburo y tiró, tranquila, esa idea. Funes estaba cocinando pastas, hacía calor, era de noche en el Abasto. Hay que estar despierto, me dijo una vez el tipo para el que repartía diarios, con el radar aguzado para percibir algo intenso en medio de la baja espuma de lo cotidiano. Me parece que Blanca hablaba de la dignidad, de lo que hay que tener para despedirse de esa tarea que ya no te importa cómo sale; cuando uno ya no siente que la educación es el camino más cercano a la hora de pensar en cambios vitales, duraderos. Fondo blanco y a otra cosa. Y, obviamente, perdimos. De todas maneras, no se la van a llevar de arriba.
Días antes estaba por entrar a dar clases en una escuela de San José, partido de Almirante Brown. Una vez más, pero siempre única, impredecible, como son las personas, me iba a encontrar frente a un séptimo grado. Con chicos repetidores, con nenes desfasados, con alumnos a los que el delantal les queda chico o muy grande y no les importa. Agrupados con ningún criterio más que el del rótulo de los peores, algo a lo que uno se puede acostumbrar sin problemas. Es el Primero “D”, el último escalón en la carrera por el ascenso.
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