Diario de BAILANTA. Primera entrega

Bailanta es una novela tremenda. Cuando terminé de leer el original, cien páginas de letra Time New Roman tamaño doce, supe que era nuestro próximo título a editar. Es una historia que aborda muchos de los temas que me interesan: la amistad como refugio frente a la impiedad del mundo, la búsqueda del éxtasis amoroso, el barrio, el fin de semana como esa cima a alcanzar y que te organiza la vida, la rutina y el intento de vencerla, la fiesta, el baile, la música, las mujeres. Pienso mucho en estas cuestiones y verlas desplegadas en una historia que te come los ojos y el cuerpo me hizo pasar unos momentos sumamente placenteros. Matías me lo pasó por partes. Yo las terminaba de un saque y ansioso esperaba la próxima dosis. Hasta que la tuve entera y la volví a a leer nuevamente. Y ocurrió otra vez esa grata sensación de estar leyendo algo muy groso.

Uno espera que esa luz la puedan sentir todos aquellos que lean la novela.

Ahora Matías le está dando los últimos retoque al texto, una leída final como para despejar del campo alguna maleza. Está muy bien que lo haga, la corrección es un arte que hay que curtir con mayor asiduidad. Es, al fin y al cabo, el laburo del escritor.

Nos encontramos en una pizzería del centro de Solano para definir algunas cuestiones de imagen. Él es de Florencio Varela y yo de acá. Buscamos un punto intermedio que nos convenga a los dos. Y mientras llenábamos nuestros vasos de cerveza hablamos de la tapa. Matías tuvo una buena idea: forrarlas con esos afiches que promocionan los bailes de cumbia. Le gustaba esa estética tan colorida que representa desparpajo, emoción, brillo, lujuria y todas esas cosas que se encuentran en esos lugares. A mi me pareció genial. El tema era cómo conseguirlos.
Ayer fuimos con Patri a intentar despegarlos de la paredes cerca de casa y comenzar a probar para ver cómo quedaban. Pero no hubo caso. Estaban muy bien pegados, no los podíamos sacar enteros sino de a pedazos, retazos, que no nos servían para nada. Hacía mucho calor, caminamos unas cuadras y sudábamos un montón así que desistimos de continuar con ese plan. Anotamos el teléfono de la imprenta que fabrica estos afiches, estaba en un extremo y pensamos llamar para ver si nos dan algunos o tenemos que comprarlos o qué onda.

Ah, descubrimos que un libro de Bruzzone se hizo banda y anda tocando por acá.


Esta aventura recién comienza.

Hablan los que escriben. Hoy responde: Lucas Funes Oliveira


Meets Funes. Una introducción.
La onda es intervenir. Tratar de contaminar algún espacio, por más pequeño que sea, para no sentir que mi destino lo escriben otras personas. De eso se trata escribir, de eso se trata la literatura. Y también la docencia.

El inesperado mes libre me puso introspectivo. Trato de no acostumbrarme a las cosas, que esto que hago no sea un oficio sino mi forma de habitar el mundo. No funcionar con piloto automático. Y una de las maneras que tengo de hacer un mejor laburo es zambullirme en los libros cada vez que puedo. Para tener un sueldo decente que me permita pagar el alquiler de casa y tener algo sobre el plato cada noche tengo que cargarme la mochila de horas, ir de un colegio a otro, agarrar lo que haya. Y eso dificulta el plan de mantener una formación constante, progresiva. Falta tiempo para hacerlo. Así que de golpe tuve una cantidad de horas por delante, guardado en casa, lo cual me puso alegre ya que por fin iba a poder lanzarme sobre algunos textos a los que les tenía ganas desde hace rato. Me esperaban apilados en el piso, al lado de la cama. Ese era un buen plan. Darle y darle a las páginas, pensar en ellas e intentar descifrarlas y desmantelarlas para descubrir sus mecanismos, sus herramientas. Seguir aprendiendo a leer; algo que no termina nunca. Y como tengo un problemita con las cosas que se terminan, me encanta. Esa era la idea. Pero apareció Funes.

La segunda editorial más chica de Latinoamérica, reza la leyenda representativa en la página de La Funesiana. Yo llegué, de casualidad, un día, a su sitio en internet. Desde allí se proponía una idea maravillosa: que hubiera editoriales en todos lados. Estaba gratamente intrigado, pero no alcanzaba a comprender como venía la mano. Mandé un mail. Me contestaron al toque y me invitaron a conocer la editorial para hablar mejor. Acordamos un día y me fui para allá.

Nos tomamos el 148 letra G. Cuarenta y cinco minutos después bajamos en Constitución. Agarramos Juan de Garay y caminamos unas diez cuadras yendo para Parque Patricios. Finalmente llegamos a la dirección que me pasaron. Tocamos el timbre de una puerta altísima y salió un tipo joven con anteojos: Funes. Amable, el tipo. Subimos unas escaleras e ingresamos a una pieza diminuta. Me entero luego de que ese es el centro de operaciones de la editorial: una mesa redonda, una notebook, una impresora, un estante con pocos libros, un ropero viejo con una prensa adentro, dos escritores, una guillotina. Funes está terminando algo en la computadora y me siento a esperar a que se desocupe. El tipo hace tranquilo sus cosas. Eso me gustó. No estaba tratando de venderme nada. Finalmente se sienta y me pasa un mate y nos largamos a hablar. El proyecto es que la gente pueda tener su editorial independiente en la zona donde vive. Que exista un lugar donde los escritores tengan un espacio para publicar sin necesidad de trasladarse a capital.

¿De dónde sos? Me pregunta

De Solano, contesto. No sabe dónde queda. En el culo de Quilmes, le grafico.

Le cuento que en la ciudad tenemos un montón de locales que venden electrodomésticos y una sola librería. Eso dice mucho de nosotros, ¿no? Y encima sólo labura con las grandes editoriales. Cada tanto me doy una vuelta y agota ver siempre los mismos nombres. Estoy podrido de Anagrama (libros caros, traducciones horrendas) en la vidriera. Si uno se da una recorrido por las librerías de los alrededores (Quilmes, Lomas de Zamora, Adrogué, por decir lugares que transito asiduamente) se ve claramente esta operación de limitar el acceso a otro tipo de literatura, a nuevos autores, a paisajes distintos.

Funes me cuenta que la tirada de cada libro de la editorial es de cuarenta ejemplares, cosidos a mano, artesanales. La intención es abaratar costos para hacer circular libros interesantes. Me entusiasmo. Él me explica que imprime uno, después fotocopia y empieza el laburo pesado: la fabricación. No es fácil. Claro que sí, pienso. Me encara que si yo quiero aprender a encuadernar no me cobra. La condición es que arme mi editorial en Solano.

Y yo digo que sí sin dudarlo. Pocas veces estuve más seguro de algo en mi vida.

Me cuesta aprender a encuadernar. Básicamente por que soy un inútil para los trabajos manuales. Sin embargo, le pongo onda. Funes es un maestro paciente, generoso, para un aprendiz inservible. Cuando obtengo mi primer resultado, compruebo que eso que hablamos hace unos días es posible, que estos son objetos contundentes que tienen la presencia definitiva de los libros. Uno de estos no desentonaría para nada en cualquier biblioteca. Si, es bello.

Me ofrezco a ayudar a Funes con la antología de cuentos que está por sacar: Autogol. No es un compilado de relatos futbolístico, ni temáticos. A diferencia de las antologías recientes, direccionadas y marketineras, ésta deja libertad para cada autor muestre lo que tenga ganas, algo que los represente. Ya fue hecha la selección, la corrección y ahora las fotocopias están sobre la mesa.

En el bunker de la Funesiana, rebelándose contra la concepción quejosa que augura la muerte del libro, afuera la porcina en su pico máximo arrasando la ciudad, Lloyds (corrector y autor de uno de los cuentos) y Funes (editor y luchador) trabajaban a destajo cosiendo, pegando, para llegar con la fecha prevista para la presentación del libro. Yo me sumo con lo poco que puedo dar (me mandé un par de cagadas que fueron solucionadas sin estridencias). Hay algo de gesta heroica en todo esto. Por anónima, por inconsciente y por solitaria. Pero se lleva adelante sin énfasis. Esto es algo de todos los días.

Llegaron sobre la hora con todo, pero llegaron. El arte consiste en zafar. Era la primera vez que iba a una presentación de un libro, y fue una fiesta. Desparpajo, música y en un costado una mesa con el motivo de la velada. Por el lugar circulaban algunos de los autores, como la birra. Me fui tipo doce, la fiesta seguía. No porque quisiera sino porque me iba a quedar sin bondi para volver a casa. El karma de vivir al Sur, lejos de donde pasa lo que a uno le gusta.

Todavía me falta aprender algunos trucos, no tengo bien dominada la técnica. El hecho de saber que hay un proyecto en marcha es lo importante. Estoy practicando con ganas, pensando en lo vital de este tipo de aventuras. Me dijo un amigo: Hay un paradigma impuesto y vos querés derribarlo e imponer otro. Sí, nadie lee y yo quiero armar una editorial. De eso se trata.

Moviéndome en la feria de la esquina de casa, la gloriosa feria de Solano, conseguí una prensa de papel a pocos pesos. Y con la ayuda de mi novia voy a poder comprar una impresora. Los primeros pasos se están dando lentamente, a los tumbos. Falta mucho. No estamos apurados. Hay que ver cómo armamos una movida acá en el conurbano Sur, en esta tierra desalmada y reacia a cualquier actividad que implique prestar un poco de atención. Lo intentaremos. Eso demuestra que tenemos todo el futuro para nosotros y hacer que funcione. La onda es intervenir. La prepotencia de trabajo y todo eso.
Hoy responde Lucas Funes Oliveira

1-¿Cuál fue el primer libro que leíste?
De chico no leía nada más que los suplementos deportivos o el diario, los domingos. Miraba mucha tele o jugaba a los jueguitos aunque básicamente jugaba al fútbol todo el día. Eso hasta el primer año de la secundaria, que leí el "Nunca más". Me lo había dado un compañero para pasárselo a una chica que se lo había pedido. Mauro Ariani estaba muerto de amor por Andrea Acosta, la más traga de la división (que encima estaba buenísima). Y se quiso mandar la parte prestándole ese libro que ella no podía encontrar o no sé qué chucha. Como no iba a ir ese día, me lo pasó para que se lo entregue. Cuando lo chusmee, en el colectivo, no lo pude largar. Estudié la secundaria en el Nacho de Villa Devoto pero vivía en Villa Lugano. Así que tenía como 30 minutos de ida y de vuelta en el 114. Estuve una semana contando los minuotos para subirme al colectivo y poder leer. Un par de veces, algunas personas me miraron mal arriba del bondi así que mi vieja me prestó unos papeles para envolver la tapa y que no me jodieran. En esa época me molestaba que me miraran mal. Así que me encerraba dentro del libro todo el viaje. Ahora que lo pienso, es muy fuerte la imagen. Encerrado en mí mismo, dentro de una jaula con ruedas, leyendo las historias tremendas de torturas y encierro que absorbí con fascinación morbosa. Nunca fui al psicólogo pero supongo que esa primera lectura consciente y metódica habrá sido fundacional.

2-¿Cuál fue el primer libro que compraste?
El túnel, de Ernesto Sábato. A mi amigo Lautaro se lo compré. El y su hermano Luciano coleccionaban El Gráfico que salía los lunes a la noche (¿sigue saliendo el mismo día a la misma hora?) y un día su jefe, el Polo, le regaló una más porque pensó que había una nota sobre el Manteca Martínez, gran goleador bostero. Como no había salido nada del Manteca pero sí una nota sobre el difícil momento que atravesaban las inferiores de Nueva Chicago (tenía la fabulante idea de que me aceptaran si me probaba), Lauti me vendió la revista a mitad de precio, lo que ya era un gran favor porque las celaba con ahínco. Iba todos los viernes a jugar al PC Fútbol y cuando le pagué, me senté a mirar la revista y me dijo:
-¿No querés este libro, también?
-¿A cuánto me lo dejás?
-Dame un peso más.
-Dale.

3-¿Cuál fue el primer libro que robaste?
Era uno de filosofía. No me acuerdo el título ni el autor. Sí me acuerdo que lo robamos con Fabio Rizzo. Un bailarín y coreógrafo del CC Rojas. Daba unas clases poco concurridas pero muy intensas. Ese pibe, ahí adentro, les cambiaba la cabeza a sus alumnos. Los volvía come-cráneos sin descanso. Los hacía Hombres y Mujeres con un objetivo.
Nunca me voy a olvidar la vez que lo robamos porque me lo crucé en la calle, Corrientes y Callao y me dijo, vení, acompañame, guacho. Yo lo seguí sin dudar un segundo. Era respetable por donde lo mires, a mí me daba ganas de estar con él todo el tiempo pero siempre creía que parecía un chupamedias así que lo saludaba de lejos o le cambiaba los temas de conversación para que creyera que yo estaba a la par, que éramos colegas, y que él hacía lo que yo quería. Era muy pelotudo, ya lo sé. Me transpiraba todo. El iba con una gabardina de invierno. Abríamos los libros y buscábamos la alarma. Lo hicimos con varios para que yo aprendiera. Es como una etiqueta, con un circuito dibujado, que pegan en alguna de las hojas del final. Con un cutter o trincheta le arrancaba la alarma y se la ponía a otro. Revisábamos muchos libros. En total, la "operación" duró como media hora. Fue larguísima para mí. Tenía agua en las manos, era tremendo. El los sacaba, los revisaba, si le gustaban los guardaba en la gabardina y después pasaba a otro libro y así. Cuando salimos, en Montevideo y Corrientes, me dio "mi parte". Un libro que nunca leí pero guardo como un tesoro.
Me acuerdo que cuando le agarró cáncer, se tomaba unos cócteles asquerosos, según decía. Un día llegó a la oficina y se sentó en mi escritorio:
-Me quedé dormido en el colectivo, ¿podés creer?
-Y... si estás cansado, te pasa, Fabio, no te preocupes.
-No, no es eso. Son esas pastillas de mierda que me dan. ¡Te das cuenta que un día de éstos me duermo y no me despierto más!- decía con lágrimas en los ojos.
Yo te juro, Walter; no me entraba una aguja en el ojo del orto, del cagazo. El tipo medía dos metros, un pelado con el carisma de King Kong se desmoronaba de a gotas y yo ahí sentado sin saber qué decir. Se levantó y me dio un beso de despedida que me mojó la mejilla. Al otro día volvió con unas pilas que no entendía si me había hecho una joda o qué. Llevaba un libro sobre Farmacología que tendría unas 800 páginas, ponele. Cuando pasó por mi escritorio empezó a gritar: "No me van a vencer, ¡¡estos hijos de puta no me van a vencer!!"
Falleció al poco tiempo. En el Rojas no hicieron mucha bandera pero a mí me pegó en el alma su muerte. Todavía conservo una foto de él y su mujer, abrazados, desnudos, de espaldas a la cámara. Era un flyer para una de sus obras. En los medios pusieron otra que me parece más copada.

4-¿Cuál fue el primer libro que influyó en vos de alguna manera?
Como que todos influyen a su manera. Porque también depende del momento en el que lo leés vos. Por ejemplo, la Biblia la leí dos veces en dos momentos distintos. Hablo del Nuevo Testamento. El Viejo lo leí para informarme, digamos. Pero me acuerdo que la primera vez que leí el Nuevo Testamento seguía a todos lados a mis amigos Lautaro y Luciano, evangelistas de la primera hora. Y nos hacían leer pasajes que me parecían interesantes. Después, cuando me rompí la rodilla y tuve que abandonar el fútbol, volví a agarrar la Biblia pero esa vez la leí de un tirón. Y leerla de un tirón es lo más. Siempre lo recomiendo porque te baja a tierra. Es un libro muy entretenido. Además es contradictorio y, si prestás atención, es un delirio pleno. La verdad que hasta te causa gracia. A mí me mostró que es todo un invento, que es todo "una gran operación". Uno dice esto, el otro dice lo otro y juntos, pero por distintos caminos, arman la gran historia de Jesús, el grosso. Un verso de novela. Pero tiene historias muy intensas. Y si Dios no existe, entonces no tenés techo. O lo ponés vos. Supongo que si lo leyera ahora sería otra cosa, obviamente. Pero haber visto cómo te chamuyan para que creas en algo me avivó y me hace cuestionar a todos los que dicen "hay que hacer tal o cual cosa". Sí, si sos medio gilún hacés lo que otros dicen, pero si no lo sos, creás vos mismo lo que te parece genial. O aprendés a admirar la humanidad de otros. Pero endiosar, la fe, todo eso te cierra los ojos. Y creo que la Biblia me enseñó a abrirlos para ver que guarda la batata, son sólo historietas.

5-¿Qué necesitás para ponerte a escribir?
Estar caliente. Horny, en inglés. Escribo al palo. Cuando tengo la pija parada me siento a pleno para escribir. Me excita pensar ideas que otros van a leer. A veces me mareo un poco y otras escribo con los codos pero casi siempre escribo recaliente. Alguna vez probé escribir fumeteado, borracho o en pelotas... sin resultados.
Lo que no me calienta mucho es corregir. Es la segunda etapa. Lo hago y veo que escribo como el reverendo orto. Pero está bien porque así aprendo qué hago bien y qué hago mal. La tercera etapa creo que sería la de lectura, en voz alta. Cuando muestro un texto es porque superó esas tres etapas; la escritura, la corrección y la lectura en voz alta. No entiendo mucho a los que dicen que no corrijen porque así como salió está perfecto. O tal vez, es envidia más que incomprensión. A mí, como sale, me sale mal. Lo trabajo mucho antes de mostrarlo.

6-¿Qué fue lo primero que escribiste?
Me gustaría citarlo pero no puedo. Escribía en un Rivadavia azul. Mis viejos querían que estudie y yo me la pasaba jugando al fútbol con amigos y en el club. Así que todos los días era una discusión. En ese libro ponía lo que me decían, lo que pensaba, las cosas que quería que les pase, las anécdotas de mis amigos. También empecé a escribir mentiras, porque si alguno agarra esos cuadernos (hice como diez) va a encontrar que era un galán, que todas las chicas me adoraban... ja. Qué versero. Ahí están, guardados en un cajón. A lo mucho que llego, ahora, es a mirarles el lomo. Pero hace rato que me da temor abrirlos y leer qué ponía cuando tenía 14 - 15 años.

7-¿Qué fue lo primero que publicaste? ¿Cómo lo ves ahora?
Lo primero que salió fue El Proyecto Cybercuentos. Estaba bueno agarrar un mail y mandarle un cuento a esa persona. Podía ser un mecánico o un abogado. Leían esos textos y hasta los comentaban. En ese momento me hacía bien que circularan los textos por la web. Tenía una arenga divertida que enviaba y ahora me resulta enternecedora. Eramos tan jóvenes. Pero me fue bien. Siempre me causa gracia escuchar autores diciendo "ya no me representa". ¿Ya no te representa? ¿Qué onda? ¡Eso representa "esa" etapa, ñato! ¡Cómo que "ya no me representa", papafrita! En esos textos se ve todo; la inmadurez, la inmediatez, la falta de reflexión, la ignorancia de un montón de cosas. Pareciera que estamos acostumbrados a comprar perfección y hasta tanto uno no sea perfecto no puede mostrar nada o debe ocultar lo que es; tristísimo además de patético. Yo estoy orgulloso de todos esos horrores impresentables. Ahora también tengo unos nuevos que mamita querida. Pero los viejos me recuerdan quién era. Y el que no entiende eso es un salame. Ver los primeros libros me causa mucha emoción porque ahí el autor no está careteando nada. Es sincero y brutal. El error es humano y es divino pero, sobre todo, generador de otras cosas mucho más estimulantes.

8-¿Qué estás escribiendo en este momento?
Una novela sobre Camino de Cintura. Hace poco terminé un trabajo sobre Internet que me fascinó hacer. Investigar está bueno pero me gusta más inventar, mentir, versear. Tengo mil ideas en la cabeza y, ahora que tengo auto, las puedo llevar adelante. Básicamente quiero recorrer el Camino de Cintura o la ruta provincial 4, desde San Isidro a Quilmes, ida y vuelta varias veces. En todo el recorrido hay magia y el texto no esquiva el bulto. Algunas imágenes son divertidas y otras un poco tétricas. Voy y vengo... pero seguro seguro me divierto.

9-Un libro imperdible
Entiendo de dos maneras esta pregunta:
Una manera) el libro que tengo y que si lo pierdo me la corto sería Chamamé de Leonardo Oyola editado por Salto de Página (editorial española). Me lo regaló cuando éramos amigos (en realidad a mí y a mi novia) y ahora que no lo somos más supongo que no lo consigo ni por chuchas. Además de ser primera edición es su mejor libro, lejos. Cuando salden el del subte veré si le gana al gallego. El otro que tampoco voy a conseguir de ninguna manera si lo pierdo sería Personajes hablándole a la pared de Alejandro Rubio (¡año 1994!) que se lo compré al Panchito Garamona en La Internacional por doce points. Habría una sub-categoría que vienen a ser todos esos libros que logré me dedicaran los autores. Los llego a perder y me la hago aspirar por un Critter.
Dos manera) el libro que cualquiera debe conseguir porque está buenísimo vendría a ser alguno de la Editorial Funesiana. Muevasé, querido, son re power. Pero también habría que leer autores de la Feria del Libro Independiente y A. Leerlos y ver de qué lado estás vos. Porque esos libros te dejan pensando eso: ¿y yo qué estoy haciendo?

10-Una definición de escritor.
Es el ñato que quiere contar algo y no le sale pero logra publicarlo en papel o (ahora) en un blog o sitio web. Al que se le entiende todo, le digo periodista. Pero al que no: escritor.

Gracias, Funes

La gloriosa feria de Solano



No creo en Dios. Pero creo fervientemente en la feria de Solano. Es un verdadero acto de fe ir cada miércoles y sábado a patear y buscar y, en una de esas, encontrar esas páginas que uno tanto busca. Yo busco libros, cada uno con su mambo, pero si vos vas te podés encontrar con cualquier cosa, lo que te imagines. Desde herramientas hasta platos de porcelanas, desde devedés de películas recién estrenadas en el cine hasta piezas ortopédicas. Todo por un precio increíble. La feria en ese sentido también tiene una cualidad religiosa: es generosa. Por unos pocos morlacos la felicidad se materializa en formas impensadas y atractivas. Ahí descubrís aquello que tu corazón te está pidiendo. Por supuesto, eso no lo sabés hasta que lo tenés enfrente. Y agradecés.Al fondo de Quilmes, en el área oscura y despiadada, se ubica esta maravilla emergente que tuvo ese origen a partir del empobrecimiento de una amplia zona del país que siempre se creyó aristócrata.

Este suelo con nombre de santo se llama San Francisco Solano y es famoso por dos cosas: un alto índice de delitos y Nazarena Vélez. Así es, ella es nuestra máxima contribución al mundo de la cultura. Y esto lo digo sin ironía. En ella se plasman muchas de las obsesiones de nuestro ser nacional: fama injustificada, vacío parlamentario y un buen orto...

En la víspera


Son las siete de la mañana. Patri duerme profundamente, y lo bien que hace. Yo estoy levantado porque en un rato tengo que salir a tomar la mesa de diciembre a unos pocos alumnos. Ya pasé navidad sin arbolito en casa, y ahora estoy subido a ese limbo gravitatorio que lleva al fin de año. Se van a cambiar los almanaques, pero la vida seguirá siendo despiadada. Por estos días estoy muy pesimista, debido a la fuerza centrífuga de La carretera de McCarthy, una novela realista y que trabaja con el presente como tiempo catastrófico. De todas formas ya compré una cuantas sidras para llenar mi taza (no tengo copas) y levantarla y brindar por lo que vendrá.


Es veintiocho de diciembre cuando escribo esto. Para el mediodía comenzarán mis vacaciones. Voy a tener un mes y medio libre de luchar cuerpo a cuerpo contra las certezas de los ignorantes, que son las peores. De ese mes y medio me tomo apenas diez días para pegar un viajecito y conocer Tucumán y, si alcanza el filo, Salta.


Prendo la computadora que hace poco, luego de doce largas cuotas, terminamos de pagar. Pongo algo de música para darle a esta hora indecente algo de divinidad. Busco algunos temas para armar una antología y llenar mi regalo navideño: un celular con MP3. Yo no soy de usar los auriculares para escuchar música. Sólo escucho del oído derecho ya que nací con el tímpano del izquierdo hecho bolsa. No puedo escuchar en stereo. Entonces recurro a la iluminación de los parlantes a todo volumen cuando quiero cargarme de acordes furiosos y vitales. Pero esta vez quiero quebrarle la espalda a mi rutina porque ayer reapareció una de las mujeres más hermosas que conocí en mi vida, y atrás de ella un montón de pasado...

La última canción


Por Walter Lezcano



-¡La puta que te parió!- me dijo mi mamá y fue a socorrer a mi viejo que estaba en el piso retorciéndose de un dolor seco y sordo. Creo que nunca voy a olvidar esa mirada que me largó desde el suelo: triste, decepcionada y, sobre todo, llena de bronca. Un rato antes, mi papá me estaba gritando como un desaforado. Yo también le estaba gritando a él. Rutina, nada nuevo. Ya era un deporte para nosotros, al que le poníamos el alma. Y así se nos iba la vida.
Nos estábamos trenzando en una discusión por una boludez: la música. Digo boludez ahora que pasó el tiempo. Ahora que crecí y puedo ver las cosas de otro modo, menos terminantes. En esa época, cuando era chico, era rígido como un milico. Era dueño de pensamientos comprados y tenía unos cuantos prejuicios en los bolsillos para repartir y desechar cualquier cosa que no vaya conmigo. Hablaba porque el aire era gratis en realidad. Cuando era joven sentía que le verdad tenía contrato de exclusividad conmigo. También creía que tenía mucha personalidad. Pero estaba equivocado.
La cuestión era que estaba escuchando en mi pieza a los Rolling Stones a todo lo que da. Jumping Jack flash, no sé si lo conocen. Él, que recién volvía del laburo, entró sin golpear, como hacía siempre, y me pidió, más bien me ordenó, que bajara el volumen. Yo sabía perfectamente que eso le molestaba, lo ponía loco. Sin embargo, se lo hacía porque que era algo que disfrutaba. Papá y yo teníamos varias cuentas pendientes y quería hacérselas pagar de alguna forma. ¿Quién no quiso matar a su viejo en algún momento? Tal vez nadie. Yo sí. Era un pensamiento que me acosaba con una profunda intensidad. Parricidio. O hacerlo mierda, no eran ideas abstractas. Eran imágenes mentales que quería trasladar al terreno de lo real. Pero sabía que ese trasbordo era imposible, nunca iba a poder llevarlo a cabo. Me daba fiaca, o, como dice una amigo, paja. Mucho laburo: pensar un plan, después deshacerse del cadáver, arrojarlo a un lugar seguro. Hay que tener en cuenta que el viejo pesaba 95 kilos y yo, apenas, 63: era una diferencia a tener en cuenta, había peligro de una hernia o algo así. Y estaba luego todo el bondi con la policía: explicaciones, ver a mi vieja destruida, etcétera. Era demasiado. Entonces, resignado, hacía pequeñas contribuciones al caos hogareño: le ponía pequeñas vayas para que al tipo le cueste llegar a su tranquilidad. Les cuento una: le calentaba la cerveza. Mi papá, una vez por semana, el domingo o el lunes, se compraba cinco birras para tener algo de placer espumoso a la vuelta del día laboral. Se tomaba una por noche para sentirse como un ser humano y sacarse de encima ese traje mugroso de empleado de matadero que detestaba. Él iba a las cinco, todas las tardes, a la cocina, abría la heladera y pretendía encontrar una botella de birra bien helada, pero siempre las encontraba tibias. Se enardecía, puteaba a Edesur, a Dios y a María santísima. Creía que era un problema de electricidad, de tensión, de la mala leche del destino. Se quedaba cargado de esa impotencia desgastante de no tener con quien quejarse o ir a romperle la jeta. Unas horas antes yo las había llevado al techo para que se nutran de sol, para que pierdan vida. Luego las dejaba humeantes en la heladera y esperaba. De mi pieza escuchaba sus gritos tristes y sonantes. Me reía de él, que no había hecho nada grave como para ser el blanco de mi odio injustificado. Trabajador, iletrado y sin una pisca de sensibilidad, papá nunca estuvo presente en casa. Sólo eso: faltó a todos los hechos importantes de mi corta vida y se ganó la rifa de mi desprecio insondable y agudo. Lamentablemente uno no elige a los padres, pero sí elige cómo tratarlo. Yo había elegido destruirle la sonrisa.

Es increíble lo que produce la ausencia. Uno necesita llenarla con algo sustancial. Algo que tenga un peso mucho mayor que aquello que falta. Se trata de hacerle contrapeso al dolor. Equilibrar la vida para que no te salte la térmica. Por eso, esa enorme sensación que todos persisten en llamar amor tiene esas cosas; puede dar paso a su contracara más desquiciada y obsesiva.
Me acuerdo como era todo cuando no estaba con la mochila llena de cascotes afilados, siempre listos para el patriarca de la casa. De niño, cuando llegaba del colegio al mediodía almorzaba rápido, luego me tiraba de panza en la alfombra del living y miraba durante horas la televisión para poder ver qué daban a la noche y luego contarle a papá para que pueda elegir lo que más le gustaba. Yo me había memorizado toda la programación de todos los canales de aire y me acercaba a él con una emoción ansiosa, impaciente, desbordante y lo veía tomando su cervecita, estaba tranquilo, relajado, mamá a su lado. Entonces presentía que era el momento esperado y lo tenía enfrente. Entonces me veía y decía con un visible hastío:
-No, ahora no… después. – Ese momento nunca llegaba. Después se convirtió en la palabra que designaba un futuro inalcanzable. Uno puede esperar durante años que lleguen situaciones imposibles por promesas irresponsables como esas.
Después, odio los después.
Ahora y siempre.

Yo no bajé la música. Lo desafiaba. Lo toreaba, sin embargo él nunca pasó de levantarme la voz. Esa seguridad me daba confianza para tirar la soga de su paciencia. Volvió. Empujó la puerta para que sonara contra la pared, se acercó al equipo y apretó el botón que decía power. Pero yo estaba en esa edad endiablada llamada adolescencia y no iba a aceptar que nadie me ponga límites. Otra vez Play y a girar el volumen al tope. Me tiré en la cama a esperarlo. No vino. Cansado de aturdirme y escuchar pura saturación bajé el sonido.
Fui a la cocina a tomar un poco de agua y estaba sentado, solo, mirando por la ventana. Se lo veía desgastado. Murmuró algo. No le hice caso. Lo dijo más fuerte mientras me iba:
-Esa música de maricones.-Dijo con toda la seriedad de lo insustancial. Yo no tenía el ánimo para ningún comentario y volví.
-¿Y vos? Esa porquería que escuchás es más aburrida que ir a la escuela, no sé ni cómo se llama.-Contesté con muy pocas luces.
-Tango, se llama tango, te lo dije mil veces. Pero qué vas a saber vos de música, ni siquiera sabés lo que te están diciendo… si por ahí te cantan “el que escucha esto se la come doblada” y ni te das cuenta.
-Qué decís, que decís, si ni siquiera sabes hablar bien castellano. Qué hablás.
-Te lo dije mil veces: no me faltes el respeto y no me levantes la vos.-Se paró. Era un poquito más bajo que yo. Nos sostuvimos la mirada. Era un duelo de western sin armas y absolutamente desigual. ¿Por qué estaba tan cargado de violencia si nunca nadie me había dado un mísero sopapo?
-¿Qué vas a hacer sino?- Le pregunté sabiendo que no me iba a decir nada. Mi papá toda la vida pregonó que la educación de un chico no tiene que estar contaminada de golpes. En realidad estaba desafiando a su propia memoria: su padre, un inmigrante brutal, solitario y abandonado por su mujer, lo surtía ante cualquier nimiedad como quien se descarga con el cuerpo equivocado.
Mi vieja hizo su aparición bajo el marco de la puerta. Ella no le daba mucha importancia a nuestras batallas. Y siempre le daba la razón a su marido. Yo tenía que obedecer sin cuestionar nada. Mi papá sabía, decía. Nunca me pudo convencer de eso. Para mi, razón tenía el boludo de Mick Jagger, así de ciego estaba. Le ponía muchas fichas a mis ídolos musicales. Sin saber que son los primeros a los que tenés que matar para que todo vaya bien más adelante.
-Te podés ir a tu pieza y dejalo tranquilo a papá.- Me ordenó.
Yo iba a hacer caso. Todavía le tenía un poco de respeto a mamá. Antes de irme me acerqué y le largué:
-Maricón.- Y me fui.
Él me agarro del brazo, me dio vuelta y lo vi levantar la mano por encima de su cabeza y pensé esto se va a poner nuevo. Pero se agarró el brazo izquierdo que se endureció repentinamente y cayó. Parecía que se tragaba las palabras. Quería hablar. La vieja, que siguió toda la secuencia, me insultó y me mandó a llamar una ambulancia.
El viejo me miraba como nunca lo había hecho.
Me lo merecía.
Los pocos años que vivió luego de esa tarde, los hizo en una silla de ruedas. No podía hacer nada sin la ayuda de mi vieja, que nunca me perdonó. Papá estaba ahí, pero ausente. Como antes, como siempre. Y nunca más volvimos a pelear.