1
Había una pequeña disquería en el centro de Solano a la que yo le tenía mucho cariño. Ocupaba un pedacito de esquina, en la 893 y 898. Al vendedor, un pelado muy parecido al legendario baterista Pomo, parecía no importarle si vendía o no. Te podía dejar varios minutos con tu compra sobre el mostrador mientras hablaba por teléfono o con alguna mina. Un forro maleducado, pero en ese momento creía que tenía una personalidad tremenda y admiraba su desinterés por los clientes. Fue ahí donde compré los discos, así los llamaba él y me transmitió ese respeto, que dieron vuelta la taba de mi existencia. El primero fue Transformer de Lou Reed. El segundo fue Surrealistic Pillow de Jefferson Airplane. Llegué a esos discos por unos suplementos de la Historia del rock que sacaba el diario-sábana La Nación. Cuando fui a comprar el tercero de mi humilde colección, Pomo me preguntó mientras yo miraba las bateas:
—¿Escuchaste a Spinetta?
Yo había ido a buscar The Slider de T. Rex. De pronto me emocioné que se dirigiera a mí. Y al toque me puse mal.
—No— le dije sin mirarlo.
—Tomá, llevá éste— y tenía un cuadrado verde en la mano.
—¿Qué es?
—Llevalo, nene.
—Bueno, gracias.— lo agarré y lo miré. Venía de Pomo así que seguro era bueno. Tenía en un extremo una fotito en blanco y negro de un viejo. Me di vuelta con ganas de estar en casa y ponerlo.
—¿Adónde vás? Pagame antes, pendejo.
Y cuando estaba saliendo del local vi el título: Artaud. Yo tenía catorce años.
2
Cuando sentí vibrar el celular estaba saliendo de Constitución en el 148 camino a casa leyendo los Diarios de Alejandra Pizarnik. Terminé la página, puse el señalador y saqué del bolsillo el teléfono. Qué mierda que se murió Spinetta, ¿no?, decía la pantallita. Era un amigo que asumía que yo ya estaba al tanto de la noticia. El sol caía, eran las siete y algo. Todos a mi alrededor tenían caras de cansados. Cuarenta minutos después, frente a la computadora vi un montón de páginas de internet hablando de lo mismo. Apagué todo y me fui a comprar una cerveza.
3
Creo que todo empezó con la voz. Después con lo que decía esa voz. ¿De qué carajo estaba hablando en las canciones? No importaban las explicaciones, los sentidos convencionales estaban de más. Había todo un mundo por descubrir, algo mucho más importantes que los significados de las palabras o por qué las acomodaba así. De esta manera, con esa onda, temas como La sed verdadera, Por, Cantata de puentes amarillos (¿hay algo más increíble y cercano a lo celestial que esa canción?, y con ese mantra siempre a mano: Mañana es mejor), fueron tan entendibles, tan fáciles, tiernas y le ponían respiración a lo que yo pensaba.
Almendra vino después. Aunque Muchacha (Ojos de papel) ya lo había escuchado en algún lado. Al lado de Pescado Rabioso me parecía una banda menor (con el tiempo entendí que era otro tipo de belleza la que se jugaba ahí), casi una etapa de preparación. Incluso Color Humano y Aquelarre me parecía mucho mejor. Pero necesitaba escucharlos, saber qué pasaba cuando esa música a la que le ponía todas las fichas de mi delgada billetera era un boceto, salía al sol.
Con Invisible, la evolución fue innegable. Demostró que la idea de power trío arrastra los poderes terrenales hacía otras dimensiones. Sí, El Anillo del Capitán Beto puede ser un botón de muestra, una pastilla salvadora en tiempos mugrosos para despejar el clima y ver desde otro lugar el concepto de revolución en el mundo de la música.
La etapa jazzera, circa Spinetta jade (escuchar Alma de diamante cada vez que las esperanzas dejen lugar al más profundo cinismo, te salva), y la solista me la perdí porque me ocupé de otras cosas que no vienen al caso. Hasta que llegaron Los socios del desierto y Carolina Peleritti. Ese disco fue unos los últimos originales que compré.
Hace un rato vi un cajón todas las entradas de las veces que los fui a ver en vivo. Siempre traté de estar lo más cerca que pude de él y aprender algo de su voz...
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