Horla city



Por Walter Lezcano



1
Los chicos están locos. Ya lo dijo el bueno de Morrison en una canción que se llama The end. Y, sí, la juventud es una cima y, también, el comienzo del fin.
Trabajo en el deep Conurbano desde hace cuatro años dando clases en escuelas secundarias. Lugares que parecen los comienzos de la humanidad. Ahí falta de todo. Supuestamente doy Lengua y Literatura, que ahora se llama Prácticas del lenguaje, pero lo que hago en realidad es contención, asistencialismo y tapar baches emocionales con psicología barata aprendida de Paulo Freire.
Uno quiere que los pibes aprendan. Que salgan del secundario con algo más que un papel con destino de cajón, que carguen en la mochila algo que les sirva de verdad. Pero a veces termino el día de laburo, me compro una birra en el quiosco de enfrente de casa, la destapo con un encendedor, me siento, pongo Almafuerte, le doy un trago largo a la botella y pienso que todo está armado para que algunos no lleguen nunca a juntar los cinco centavos para el peso.
2
El turno noche siempre fue un territorio peligroso. Los alumnos de esas aulas, como todos los alumnos, nunca te dan seguridad de nada. Ni siquiera de que la clase pueda arrancar. Como estaba con pocas horas y había sacado una televisión y un DVD a crédito tuve que tomar una horas para poder pagarlos. Así que fui a buscar colegios y lo único que había era una nocturna. Uno siempre puede elegir: decidí meterme en la oscuridad.
3
A metros de Irigoyen, a unas cuadras de la estación de Longchamps. Un noveno. El aula no tenía puerta. El pizarrón estaba en el piso porque se había caído hacía unos días. La preceptora me presenta y nadie escucha. Se va. Miro a los pibes. Deben ser como cuarenta. Son grandes, físicamente y de edad. Trato de presentarme pero nadie percibe mi existencia. Levanto la voz, unos que están delante de todo me observan y sonríen. Está claro que estos chicos se tomaron mas de dos bondis en la vida y voy a tener que hacer algo groso como para que me den cabida. Un gil que habla fuerte no los intimida.
Empiezo preguntándoles la el nombre a esos que se reían de mí. Me lo dicen sin ganas, como si estuviese molestándolos. Les pregunto la edad y el silencio comienza a tomar forma entre los demás. Todos tienen entre dieciséis, diecisiete años.
— ¿Qué sos cana, vos?— Me encara uno del fondo. No logro visualizar al que habló. — Eh, acá— Levantaba la mano y el mentón. Me estaba probando, tomando el pulso a ver cuánto valía. Lo único que esperaba era que no se me notara en la cara el cagazo que sentía.
—Es para conocernos nomás. Saber quiénes somos, nada más.
—Yo a estos—Señala a sus compañeros— ya los conozco.
—Sí, pero yo todavía no. — mira su celular, toca unos botones y se pone los auriculares...


2 comentarios:

  1. Excelente texto, amigo. Hermosas palabras para una realidad durisima. Espero encontrarme con un nuevo incunable de Mancha bien pronto.
    Un abrazo.

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  2. es muy fuerte la crónica, yo padezco esa impotencia y te juro que no me da ni para escribirlas, pero ahora me diste ganas.Zoabra Walter!

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