por Walter Lezcano
Mi vieja tiene una alegría infinita. Pero un día, el día de mi cumpleaños, entra a mi pieza temprano y me zamarrea con fuerza hasta que me despierta y me dice con lágrimas en los ojos:
—Se murió Rodrigo.
—¿Qué?— no podía relacionar esa noticia con la realidad. Todavía estaba con un pie en otro lado. Me siento: —¿Qué?
—Rodrigo: se murió, Walter. Ya no está más.
El sol apenas salía y la muerte se había metido en mi pieza. Esa fue una de las pocas veces que la vi llorar a mamá, una mujer fuerte. Y me di cuenta, mientras me sacaba la lagaña de los ojos, que la Parca vence siempre y que los que nos quedamos acá tenemos que aprender a vivir con la ausencia de los que más queremos.
—Se murió Rodrigo.
—¿Qué?— no podía relacionar esa noticia con la realidad. Todavía estaba con un pie en otro lado. Me siento: —¿Qué?
—Rodrigo: se murió, Walter. Ya no está más.
El sol apenas salía y la muerte se había metido en mi pieza. Esa fue una de las pocas veces que la vi llorar a mamá, una mujer fuerte. Y me di cuenta, mientras me sacaba la lagaña de los ojos, que la Parca vence siempre y que los que nos quedamos acá tenemos que aprender a vivir con la ausencia de los que más queremos.
*
Fui a dos velorios en mi vida. El primero fue el de un vecino que vivía en la esquina de casa. Era un pibito chorro que siempre estaba metido en algún bardo y que últimamente se le había dado por meterse en la casa de los viejos del barrio. La gente no lo quería. Yo lo tenía de vista nomás y escuchaba que siempre hablaban mal de él. Unos días antes un viejo dijo:
—Este está buscando una bala— me dejó pensando esa frase. ¿El pibito buscaba la muerte? La cuestión es que la encontró. Tenía 16 años. Mi vieja me llevó de la mano y antes de entrar le pedí no entrar.
—¿Qué no? No le faltes el respeto a esta gente— Nos metimos y el pibito estaba con los ojos cerrados. No parecía que descansaba, ni que dormía. Muerto, estaba muerto. Tan sencillo e increíble como eso.
El segundo fue el de la abuela de un amigo. Lo hicieron en su casa y me acuerdo que me paré en la puerta de entrada y vi la punta de un cajón, personas alrededor con pañuelos en las manos, dolor, y sentí mareos, ese era un precipicio. Decidí no entrar. Me fui para el patio y lo encontré a mi amigo fumando. Le dije hola con la cabeza:
—¿Qué onda?— me preguntó.
—Nada. ¿Vamos a comprar una birra?— me miró con una expresión vacía y yo pensé que me había desubicado mal. Mira el pucho, le da la última pitada, una chupada con bronca, lo tira al suelo, lo apaga con la planta del pie y dice:
—Sí, no queda otra. — compramos medio cajón de Quilmes y nos fuimos tomarlas al fondo con el papá de mi amigo, que contó chistes verdes toda la noche.
—Este está buscando una bala— me dejó pensando esa frase. ¿El pibito buscaba la muerte? La cuestión es que la encontró. Tenía 16 años. Mi vieja me llevó de la mano y antes de entrar le pedí no entrar.
—¿Qué no? No le faltes el respeto a esta gente— Nos metimos y el pibito estaba con los ojos cerrados. No parecía que descansaba, ni que dormía. Muerto, estaba muerto. Tan sencillo e increíble como eso.
El segundo fue el de la abuela de un amigo. Lo hicieron en su casa y me acuerdo que me paré en la puerta de entrada y vi la punta de un cajón, personas alrededor con pañuelos en las manos, dolor, y sentí mareos, ese era un precipicio. Decidí no entrar. Me fui para el patio y lo encontré a mi amigo fumando. Le dije hola con la cabeza:
—¿Qué onda?— me preguntó.
—Nada. ¿Vamos a comprar una birra?— me miró con una expresión vacía y yo pensé que me había desubicado mal. Mira el pucho, le da la última pitada, una chupada con bronca, lo tira al suelo, lo apaga con la planta del pie y dice:
—Sí, no queda otra. — compramos medio cajón de Quilmes y nos fuimos tomarlas al fondo con el papá de mi amigo, que contó chistes verdes toda la noche.
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