Happy hour


Comienzo de la primera cerveza.

Un amigo estaba trabajando en un colegio secundario, tenía un séptimo, que funcionaba en condiciones espantosas (ventanas sin vidrios, baños clausurados, suciedad en los salones, ausencia de tiza y pizarrones) y me dijo una tarde en un bar de Lomas:
—Si esos pibes terminan aprendiendo algo, va ser a pesar del colegio.
Veníamos del acto público. No habíamos conseguido laburo. Sin embargo no podíamos dejar que el ánimo agachara la cabeza. La tarde estaba encantadora. Cruzamos en diagonal la plaza que está frente a la municipalidad, agarramos Irigoyen y luego Laprida, la peatonal. En nuestros hogares, nos decíamos, no había nada atractivo, nada interesante. Teníamos tiempo para perder. Nadie tenía reloj ni celular. Era lo más cerca que se podía estar de la libertad en estos momentos. Se avecinaba una noche preciosa, cálida y con una brisa tierna. Doblamos en la primer esquina que encontramos para escapar de una multitud excitada por comprar cualquier cosa y al toque nomás vimos una mesa y dos sillas. Un barcito, de esos que venden fritura y nada sano. Un cartel destartalado que franqueaba la vereda tenía anotado con letras blancas en fondo negro y signos de admiración: cerveza a ocho pesos. Sin dudarlo nos sentamos y pedimos una bien fría. El fin de semana estaba a un suspiro y nosotros pensando en el contexto como condicionante para la adquisición del aprendizaje. O en cómo hacen unos pibes para sobreponerse a la mala suerte de nacer sin ninguna oportunidad a la vista.

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