Lo cité en un bar para ver su rostro, para hablar de los logros obtenidos desde que nos separamos y para – si quedaba tiempo después de tanta charla- acostarnos.
Pasaron diecisiete años desde que lo vi por última vez, desde que terminamos.
Diecisiete años tenía yo cuando empezamos a salir. Lo vi por vez primera en una parroquia del barrio que se llamaba San Martín de Porres. Él tocaba la guitarra en esa iglesia, que por un tiempo, fue también su morada. Sus padres eran los caseros hasta que toda la familia fue invitada muy amablemente por el sacerdote a retirarse del hogar celestial. ¿El motivo? Su madre se quedó con una buena parte de las colectas dominicales. Eso me gustó de ella. Tuvo agallas para robarle a Dios en su propia cara.
Todos le decían “el negro” porque efectivamente era negro. Pero no del todo como el mulato Santo Patrono, sino que más bien tenía un tono de piel tipo café con leche. Yo en lugar de “el negro” le hubiese puesto de apodo “marroncito” o “el marroncito” ; “beige” o “el beige”… sin duda, tales seudónimos, le hubieran sentado mejor con su fisonomía.
La cuestión es que “el negro” me gustó desde el principio. Era un negro feo, como decían mis amigas, pero a mi me atraía.
Tenía una boca graaaaaaaaaaaande. Esa súper boca, se adornaba con dientes torcidos y un poco amarillentos producto del tabaco. El negro fumaba como un escuerzo, según palabras de su madre. Para mí, cada pitada, tenía su encanto.
Sus ojos eran pequeñitos y no tenía nariz. De tener… tenía, pero no se lo había comunicado a su cara. O quizás, lo que realmente sucedía, era que entre tremenda boca pasaba desapercibida.
Era alto y flaco; con una cinturita perfecta pero para el cuerpo de una mujer. Su cabello, no merece descripción ya que ni con las metáforas más trabajadas podría obtener un poco de belleza. Sinteticemos de la siguiente manera: su pelo era apocalípticamente feo.
Su voz era grave, armoniosa, perfecta. Me enamoró su voz, tal vez porque salía de esa monumental boca.
A él no le quedó más remedio que enamorarse de mí. Para verlo me hice fiel devota de San Martín de Porres y todos los domingos estaba en misa puntualmente.
Puntual, por lo menos hubiese sido puntual. Llegó 17:20, con veinte minutos de retraso. Durante la espera terminé un café. Cuando llegó, ordené otro, doble con leche. Él pidió lo mismo. No se decidía entre las mínimas opciones de la carta.
Seguía igual a la última vez que lo vi. Fumaba de la misma manera. Como apurado, como si el cigarrillo se le quisiera escapar de las manos, como si le fueran a salir patitas y con ellas corriera y corriera tres o cuatro cuadras. Por eso lo apretaba rígidamente, cual morza , en esos enormes labios.
Diecisiete años pasaron y seguía igual.
Le pregunté por sus hijos. Tenía dos con distintas mujeres. No me importaba saber de ellos. No quería conocer nada, pero me gustaba ver cómo sus labios se movían para responderme, aunque no escuchara nada, ni los nombres de esos críos, nada absolutamente nada…
Nada, ninguna explicación me dio cuando descubrí que me engañaba. La susodicha era una madre sin esposo, con quien se besuqueó en la calle Bulnes – nunca supe si en la de Bs. As. o la de Quilmes -
Me contó sobre sus hijos. Sus labios danzaron de una manera demasiado sensual.
- ¿Cómo se llama tu hija?
- Lucía. Es preciosa. Tiene doce años y es muy parecida a su padre: serena, refinada, inteligente.
Mientras le respondía me preguntaba si él también vería mis labios silenciosos danzar o si escucharía realmente lo que le decía.
- ¡Escúchame lo que te digo! ¡No te quiero volver a ver! ¡Se terminó para siempre!
Terminamos el café. Nos amamos con la mirada. Reímos, recordamos, hablamos, soñamos. Pedí un jugo de naranja. Él volvió a ordenar lo mismo que yo. El tiempo se detuvo. No nos queríamos ir del bar.
No quise buscarlo. ¡Que se vaya! En un mes no lo lloraría más. En un año lo olvidaría, en diecisiete años estaría muerto…
- ¡Diecisiete años!, repetíamos a cada momento en el bar.
La vida afuera estaba pasando.
Me miró y me dijo que se hubiese casado conmigo. Lo miré y le dije que yo pagaría la cuenta. Treinta y cuatro pesos y cinco de propina.
Pensé en que me resultó demasiada barata la aventurilla.
- Fue una aventura. Esta chica me persiguió y sin darme cuenta terminé en una aventura. Me dejé llevar.
Eran las 20:30 hs. No nos quedaba tiempo para revolcarnos. La vida afuera seguía su curso.
En la vereda del bar le hice señas a un taxi. Antes de abordarlo le dije que me gustó verlo y, como si fuera la heroína de una telenovela brasilera, pronuncié la siguiente frase: “lo mejor será no vernos nunca más; no me busques.” Peculiar lenguaje el de las mujeres.
- No me llames, no me busques. Andáte con ella y su hijo.
¡Puuum!, Rojo y Negro de Stendhal aterrizó en su cabeza. Lo tomé de la mesa de luz y se lo arrojé. Para su desgracia, en aquella época estaba leyendo una obra de quinientas cuarenta y siete páginas. Literalmente, Rojo y Negro, le voló la cabeza.
Cerré la puerta del taxi. Por la ventanilla estiré mi brazo. Él enlazó su mano con la mía hasta que los dedos se dejaron soltar.
El taxista aceleró dejando un humito caliente en la atmósfera. Me di vuelta y por el vidrio trasero pude ver a aquel adolescente, ahora con edad de adulto, totalmente inerte. Parado, miraba como el taxi se hacía cada vez más chiquitito hasta desaparecer en la avenida.
No me buscó. No me buscará. No entiende el peculiar lenguaje de las mujeres. De pronto, como en un dejavú, recordé la noche en que se alejó de mi casa como un leño arrastrado por la corriente del río, aquella en la que le arrojé por la cabeza mi ejemplar de Stendhal.
Fin
Dedicado a todos aquellos que deciden una y otra vez no decidir.
Verónica Jeschke
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